Estuve allí, contigo, en esa casa que levantó el amor con argamasa de ternura. Donde la ilusión pintó de alegría las paredes que habrían de albergar el fruto de vuestra pasión enardecida. Recorrimos juntas los recuerdos que iluminaron de alegría tu semblante, cuando el tiempo nos llevó al instante en que tu espíritu poseía la libertad del amor correspondido. Paseé contigo por el laberinto de tu memoria que repetía incesantemente el nombre de tu desengaño. Han pasado muchos años desde aquella tarde calurosa que selló una promesa de amor adolescente, han pasado tantos, que los recuerdos teñidos del color sepia del olvido, no encontraban acomodo en la fría racionalidad de tu presente entristecido. Al calor de unas cuantas primaveras, tejiste de ternura los primeros años de vuestra convivencia, le diste el poder de la verdad a las palabras huecas de la tradición y mantuviste tus sentimientos en el lugar que los colocó un día la lealtad de tu palabra.
Estuve allí, contigo, en esa casa donde las ilusiones se estancaron en un tiempo del pasado. Donde la esperanza se disfraza de reliquia para recordarte, a cada instante, que no existe la felicidad con la que soñaste. Paseamos por las fotografías que atesoras entre los recuerdos de un pasado despiadado. Sabía que eras tú aunque no te parecías a esa mujer que había bañado de confianza su mirada, a esa mujer que había llenado el vacío de su vientre con los mil nombres de la ternura, a esa mujer que apoyaba su cabeza en el hombre que soñaba sería su plenitud. Te miré y me pareció apreciar un brillo en el fondo de tus ojos, el brillo del recuerdo que renace de entre los escombros de tu ilusión porque un simple trozo de papel, te ha llevado al momento en que la inocencia de tu alma pubescente creyó que la eternidad era una consecuencia de la felicidad. Pero apenas duró un instante. Tu presente, saturado de realidad, sólo sabía rechazar los sueños de la esperanza.
Estuve allí, contigo, en esa casa donde señorea tu feminidad dormida, la misma que saboreó la derrota en el duelo que sembró de su silencio las estancias de tu hogar. No sabes, no recuerdas el momento en que sucedió, sólo exudas tu amargura en las dosis que te prescribió el instinto para mantener intacta tu cordura. Tampoco es importante conocer la edad del dolor si sabemos que ha llegado a adulto en la plenitud de sus facultades. Porque tu dolor es adulto, nada tiene que ver con la incipiente nebulosa que amenazaba tus noches de sospecha, nada le asemeja con aquel sentimiento de desasosiego que poblaba de incertidumbre tus pensamientos. Se maceró sin prisa en tu corazón atormentado, endureciendo el ritmo de sus latidos y oscureciendo el fluido que baña tu vida a casa instante. Hoy eres lo que veo porque ese corazón acartonado sólo late lo imprescindible para mantener el sustento de tu continuidad.
Estuve allí, contigo, en esa casa que antes era bulliciosa y ahora huele a soledad y a promesas incumplidas. El aire era espeso y amargo porque es inmensa la densidad de la desolación. La soledad acampa en tu moqueta con el derecho que le dio hace tiempo el abandono, salió de los armarios medio vacíos y se sentó junto a tu tristeza. No rechazaste su compañía porque en el fondo de tu alma desorientada tal vez te sientas culpable de su deslealtad cuando sólo a él le corresponde el peso de esa losa. De sus promesas sólo era responsable él, y tú lo sabes aunque, de vez en cuando, necesites hacer blanco de tu amargura en lo que siempre te acompaña. Cada estancia, cada rincón de tu encierro está impregnado del olor de su traición, porque fueron muchas las palabras que entre risas y susurros salieron de sus labios mentirosos cuando el amor recorría cada habitación con la ilusión de una vida recién estrenada. Y ahora eres tú quien las recorre en soledad, recordando cada gesto y cada inflexión de su voz enardecida que hacen eco en la memoria de tu alma derrotada.
Estuve allí, contigo, en esa casa donde los inviernos invaden la inmensidad de tu lecho abandonado. Compartí el frío que emanaban tus recuerdos porque me habías convertido en confidente sin que hubiera superado la rabia de tu historia estropeada. Caminamos en penumbra por un camino desolado que nos llevó a tu dormitorio, esa inmensidad que te recuerda cada noche el vacío que llena tu vida deshojada. Tu alma intranquila en la que ya no cabía entera la desesperación, se abrió como una flor y dejó caer la semilla de su odio y su rencor. Recordaste palabras y sensaciones, evocaste el color del amor que había caldeado las sábanas de ese tálamo sombrío que se marchitaba entre llantos y suspiros. Sentía mis palabras huecas en esa habitación repleta del espeso aire de tu desconfianza. Como dardos desorientados, mis tímidos avances en la recuperación de tu autoestima se estrellaban contra el muro de tu insatisfacción. Y no pude hacer nada por mitigar el frío que envolvía tu desdicha, por apaciguar el odio que envenenaba tu sangre ni por acallar el clamor con que tu alma lloraba silenciosa.
Estuve allí, contigo, en esa casa donde los balbuceos infantiles llevan impreso el sello del olvido. Te sabes madre y tu corazón se vacía a cada instante, en cada palabra que desgranan tus labios en esos oídos infantiles ávidos de amor, porque no hay amor que calme la avidez de tu deseo. Te sabes madre y te prodigas en caricias, en ternuras que sosiegan sus miedos infantiles, pero no hay ternura que abrigue tus noches de vigilia. Te sabes madre y alimentas su cuerpo porque es el precioso recipiente de la inocencia de su alma, mientras el tuyo se marchita esperando una sola palabra que nunca llegas a escuchar. Te sabes madre y te desdoblas para que esas manos gordezuelas que abrazan el vacío de una presencia necesaria encuentren el pilar de tu determinación. Te sabes madre y a veces te pesa cuando el agobio de vivir se une al de la noche en vela y sientes que estás sola, sientes que a tu cabeza dolorida le falta el apoyo de un hombro en el que reposar el cansancio y llorar los infortunios.
Estuve allí, contigo, en esa casa silenciosa en la que reverberan los ecos de una canción de amor casi olvidada. Donde tu voz acartonada repite, incansable, el estribillo de la mentira. Porque tú también tuviste tu canción, una canción que creíste eterna cuando te encontrabas envuelta en la arrogancia de la juventud. Una canción que no habría de pasar de moda porque siempre te recordaría y le recordaría por quién latían acalorados los impulsos de vuestro amor. Pero pasó la moda y con ella la canción, y entonces comprendiste que no habías ganado nada permanente el día que los brillos dorados llenaron el vacío que había en tu dedo mientras su voz lo hacía con el de tu corazón. Pero nada es eterno, ahora lo sabes, cuando el reloj se ha negado a caminar hacia atrás, cuando el rencor se ha instalado definitivamente en el reino de la ternura y las palabras pronunciadas pesan como una lápida sobre vuestra convivencia. Ahora piensas que tal vez te equivocaste, ahora dudas de la soberbia de tu alma posesiva y reconoces que amar no consiste en cortar alas sino en aprender a volar en compañía. Y yo miro la evolución de tus pensamientos ajena a su trayectoria porque no es mi cometido alentar tu culpabilidad.
Estuve allí, contigo, en esa casa en la que la eterna noche tiñe de negro los cristales de la vida. Estás en ella porque ves tu futuro a través de la opacidad de esos vidrios tenebrosos y te gusta, porque la desesperanza ha teñido también tu corazón y te sientes cómoda sin tener que mirar más allá del refugio en que te escondes, sin tener que planear nada que tu alma tema no saber cumplir. Te sumergiste en la autocompasión y has descubierto que te encuentras a gusto en ella, que sientes un placer malsano en saborear la soledad que te rodea y la fomentas. El dolor ocupa la cabecera de tu mesa y lo consientes, te sientas junto a él y lo bebes a sorbos con la avidez que se derrama de tu desesperación, y sabes que no es bueno, pero te gusta. Has llegado a un lugar que tiene difícil retorno, has llegado al convencimiento de que tu vida ha pasado al estadio definitivo de la apatía, pero yo sé que tienes que luchar por todo aquello que una vez soñamos cuando los días eran eternos y las noches el reino del ensueño.
Estuve allí, contigo, en esa casa donde la amistad anida en los rincones que eran feudo del amor. Me ofreciste el trono de los secretos de tu intimidad y lo acepté en nombre de los que un día compartimos. Hiciste de mi memoria el diario de tu infortunio y de mi corazón, el cofre que guardará celosamente tu desconsuelo. No pude evitar que mis recuerdos evocaran los días de eterna primavera, cuando vivir era una fantasía que tejíamos cada mañana con los ardientes suspiros de cada noche. Reencontramos en esa tarde de confidencias, los rescoldos vivos de una amistad que se nos había ido escapando entre los resquicios de la madurez. Lloré por tus ilusiones rotas que yacían entre nosotras junto al crespón negro de tu esperanza. Lloramos juntas por lo que pudo llegar a ser y apenas logró convertirse en un pobre esbozo de nuestros sueños adolescentes. Miré tu rostro y encontré el espejo que me devolvía mil imágenes conocidas y relegadas al olvido por mi orgullo herido. Y encontré el secreto que habría de transmitirte, y aprenderme, en los recuerdos de una vida que nos perteneció cuando movíamos el mundo con nuestras ilusiones.
Estuve allí, contigo, en esa casa que mantenía los postigos cerrados a la luz del porvenir. Sabía que mi reciente descubrimiento me obligaba a tomar las riendas de nuestra mutua recuperación, porque tanto tú como yo, amiga, éramos las damnificadas de un desastre natural por lo cotidiano, la traición. Tú te habías cubierto con un manto de compasión que te envolvía entera y yo con el de un orgullo que mostraba sonrisas vacías a un mundo inmisericorde. Pero ni el tuyo ni el mío nos dejaba ver la realidad de una vida que todavía nos debía una oportunidad. Abrimos con miedo las ventanas al viento del futuro, tú para verlo por primera vez en mucho tiempo, yo para aprender a sentirlo. Juntas nos quitamos el velo que cubría nuestros rostros avejentados, aprendimos a reconocer los impulsos de un mundo que nos parecía demasiado nuevo y buscamos entre las ruinas de nuestro pasado la fuerza que necesitábamos para empezar a caminar de nuevo. Y lo hicimos, codo con codo, siendo cada una el apoyo de la otra, la fuerza que transforma en curiosidad el miedo a lo desconocido, que transforma en risa el incipiente gemido de la debilidad. Caminamos juntas por el sendero que habría de llevarnos hasta el lugar donde el dolor había dejado escondida nuestra seguridad marchita.
Estuve allí, contigo, en esa casa que rezumaba hostilidad y ahora acepta un sol que se asoma con timidez entre nubes de desconfianza. Somos conscientes de lo que hemos perdido, pero tenemos el tesoro de la amistad recuperada. Nada podrá sustituir los días felices del pasado, pero nada podrá convencernos de que no existirán otros que eclipsarán con su brillo el de esa magia que creímos perdida en algún instante de nuestra existencia. Llegarán con la fuerza renovada que les dará la ilusión que poco a poco nos invade y, mientras esperamos el milagro de saber que podemos algún día compartir de nuevo los latidos de nuestro corazón, nos alimentaremos de una amistad que conoce cada detalle de nuestra experiencia y los pasos que dieron lugar a nuestros errores. Sé que aun no se vislumbra la meta en este camino de logros y desastres, pero también sé que somos afortunadas porque contamos con este apoyo inesperado. Y mientras esperamos el momento en que los frescos laureles ciñan nuestra frente, nos acompañará esta tarde en que regamos nuestra sonrisa primeriza con unas lágrimas indiscretas que brotaban del bravío caudal de la emoción. Porque la verdadera amistad es como un gran amor, se fragua despacio, se vive intensamente y deja una profunda huella.
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