martes, 23 de marzo de 2010

SEGÚN SE SUBE, A MANO IZQUIERDA



SEGÚN SE SUBE, A MANO IZQUIERDA

Si subimos por la calle de la Berza en dirección al Auditorio…
-Claro, subiendo sólo se puede llegar a la plaza de Tegucigalpa. De nada.
… encontramos, en la acera de la izquierda, una clínica dental que, por lo anodino de su entrada, no nos hace sospechar lo que podemos encontrar en su interior.
Es cierto que, salvo en caso de dolores de muelas lacerantes, no tendemos a posar la mirada, más de los pocos segundos necesarios para saber de qué se trata, en una consulta que al que más y al que menos, le trae dolorosos recuerdos de tardes de cagueta. Pero en ésta sí merece la pena perder nuestro precioso tiempo porque alberga en su interior un espécimen humano de un exotismo singular. No pretendo que por saciar la curiosidad acudáis todos en masa para constatar las cosas que de él voy a contar, no quiero que "la sonrisa media" de Luciérnaga se convierta en porcelana; pero si en algún momento, ese destino caprichoso y algo cabroncente con el que lidiamos a diario, os obsequiara con una noche en blanco llena de estrellas, y no me estoy refiriendo a las del firmamento, pasad por allí porque el dolor no sé si os lo quitará, pero lo que sí puedo aseguraros es que la experiencia será única.
La mencionada clínica pertenece a un hombre de mediana edad bastante peculiar. Es americano, sí, y en el más amplio sentido de la palabra porque lo es tanto del norte como del sur. Imaginad a alguien en quien se puede apreciar el desarrollo…
-Me estoy refiriendo al social, joé; que, digo yo, que siendo de mediana edad se puede suponer que está ya algo talludito…
… el desarrollo de la sociedad más avanzada del mundo, el espeso poso que ha dejado en su bagaje cultural haber nacido en el cenit de la cultura y el pasotismo con el que a veces enfrenta la vida, propio de la parte norte de aquel continente, mezclado con la superstición, la magia y el punto de vista algo decimonónico, que tiene de algunas cosas, propio de la parte sur del mencionado continente. Si habéis conseguido imaginarlo, tendréis en vuestra mente un perfil bastante certero del personaje del que os quiero hablar en esta historia.
Su cultura, derivada imagino de su amor por la lectura y su innata curiosidad, es tan grande que sólo por ella se le pueden perdonar la mayoría de sus "peculiaridades". Es cierto, no exagero nada cuando os digo que se le podría estar escuchando horas; digo que se podría porque yo, personalmente, nunca lo he hecho, pero vamos… pelillos a la mar. Pero no todo lo que le rodea tiene el mismo halo de naturalidad. Clemencio, que así se llama el mencionado dentista, ha sido víctima de un maleficio que hace que su tiempo transcurra del revés. Sí; resulta de lo más curioso ver como se desplaza la manecilla del reloj que mide el tiempo del embrujo al que ha sido sometido: de la izquierda hacia la derecha, siguiendo el camino de abajo, y de la derecha hacia la izquierda, siguiendo el camino de arriba, como si fuese la cosa más natural del mundo. Eso fue lo primero que me hizo sospechar; y a raíz de alguna que otra menudencia que prefiero no mencionar, comencé a investigar la vida de este sacamuelas porque el asunto prometía.
Clemencio nació en la Meca del Arte, de ahí quizá su amor por la belleza; allí pasó sus primeros años, o alguno más… la verdad es que no tengo ni idea, pero el caso es que, para terminar de formarse, se dejó llevar por su instinto que estaba empeñadísimo en que emprendiese un viaje hacia el sur.
-¡Vamos a dejar las cosas claras!, cuando el muchacho se fue a contemplar las estrellas que brillan en el otro hemisferio, ya estaba completamente hecho: la cara, las manos…, otras partes de su anatomía…; me refería a que fue a terminar su formación profesional; bueno, en realidad era universitario, no es que hubiese estudiado F. P… ¡Me estoy liando! A ver: el que se aclare que siga y el que no… pues ya sabe ¡a pasar la tarde a un chigre!
Seguimos que ahora es cuando empiezan a pasar cosas raras.
Llegó a esa parte del continente dónde conviven, en una extraña armonía, las más avanzadas técnicas, en lo que a la profesión de Clemencio se refiere, con la magia que practican algunas de las tribus que viven en la selva que guarda en su interior.
Los comienzos no fueron malos; hay que reconocer que el muchacho se hizo un nombre ….
-¡Nooooo!, se siguió llamando Clemencio lo que pasa es que la gente le empezó a conocer… Sí, sí, le empezó a conocer por su nombre, eso.
…y consiguió hacerse, también, con un grupo de pacientes pacientes que aguardaban a que Clemencio decidiese aparecer por su consulta. Sí, el chico tenía cierta debilidad por decir: ¡que voy! pero luego, como le sucede al labrador que duerme a mis pies en este momento, se entretiene con algo que ha llamado su atención por el camino y se olvida de los pacientes pacientes que le esperan en la consulta. Aún así, la profesionalidad y la pericia de este médico eran tales, que nunca faltaba quien, incluso a las horas más intempestivas de la noche, llamase a su puerta demandando de sus manos el alivio del dolor. Eso fue precisamente lo que sucedió la noche, que a partir de esa noche, pasó a llamarse "la noche de su perdición". Cuentan, es evidente que no hay documentación que acredite la veracidad de lo que voy a relatar a continuación, que se encontraba durmiendo una noche cuando el campanilleo de la puerta le produjo un sobresalto, sobresalto que se convirtió en …"peccata minuta" cuando vio al individuo que había delante de la puerta de su casa. Bajo, menudo, más oscuro que un callejón a media noche y más serio que un ajo…
-He dicho oscuro, no negro; ¡joé que estamos cerca del Amazonas!
No hablaban el mismo idioma, de eso se dio cuenta Clemencio cuando después de un cuarto de hora no había conseguido que el indígena entendiera nada de lo que le decía y, lo era aún peor, no había entendido nada de lo que por la boca de semejante personilla salía sin dar tregua. Pero debido a esa chispa que en él prendió la inteligencia y que siempre le había caracterizado, dedujo que el hombrecillo le buscaba porque a algún miembro de su tribu le debía de suceder algo que estaba en su mano remediar. Después de caminar casi media noche…
-No, no eran las doce, puede que las dos o las tres de la madrugada. De nada.
… llegaron a una aldea perdida entre árboles frondosos que se mecían al ritmo de rumorosos arroyuelos. ¡Caray, estoy que lo vierto…! Le llevaron a una choza que parecía la principal (Clemencio se dio cuenta de que era tres centímetros más alta que el resto de las chozas), lo que le hizo suponer que estaba a punto de conocer al Jefe de la tribu. No se equivocaba; sobre una piel de tigre (importada seguramente de la India), yacía un hombrecillo, tan anodino como los demás, contorsionado en una posición casi fetal mientras se apretaba una de sus mejillas con la mano más sucia que Clemencio había visto en su vida, ¡y mira que había visto cosas, eh! Junto a él había una joven tan blanca y delicada como una perla que, si bien no hacía nada para remediar el dolor del enfermo, tampoco hacía nada que le perjudicase y, eso sí, adornar adornaba un montón. Lo primero de lo que se dio cuenta Clemencio fue de que la chica hablaba su idioma; no está claro lo que motivó esta revelación aunque bien pudo ser porque cuando Clemencio se irguió, después de haber traspasado la puerta, la muchacha le miró y dijo:
-¡Anda que… podías haber tardado un poco más, ricura…!
Acababa de comenzar algo que, sin saberlo ninguno de los dos, cambiaría el rumbo de la historia; de la de ellos desde luego, porque el de la de los demás… pche, tampoco es que fuera para tanto…
Clemencio se acercó al doliente para examinarle los dientes y entre palabras harto febriles, que encendieron su rostro con la luz de mil candiles, le explicó al facultativo que en la puta encía de arriba tenía un dolor superlativo. La muchacha, dudando de que nuestro galeno hubiera entendido algo, se apresuró a describir la dolencia que aquejaba al regio personaje. También es verdad que le apetecía meter baza y punto. Le explicó que debido a la deforestación de la que no se libraba ni la sagrada Amazonía, el chamán de la tribu había partido en busca de sus hierbas curativas porque desde hacía varias lunas tenía telarañas en la despensa.
-No, las arañas no se habían comido las hierbas, las hierbas se habían terminado. ¡Ay, Señor!
-No -le dijo la muchacha algo azarosa-, no creo que vaya a llegar pronto porque le gusta ir a un herbolario en el que le hacen descuento aunque está a más de quinientas millas de aquí.
Clemencio, debido a esa curiosidad innata con la que nació, intentó pasar las millas a kilómetros para saber dónde había podido ir el juerguista del chamán; pero en vista de que no le salían las cuentas, de que tampoco era relevante para atender al ejemplar que tenía a sus pies y de que debía aprovechar que la moza se estaba poniendo en la misma posición que el enfermo (es decir, a sus pies), decidió para sí que maldito lo que le importaba dónde hubiera ido a aposentar sus reales el tipejo de los brebajes mágicos. Atendió a su anfitrión que le agradeció calurosamente que le quitase el dolor; y fue tan caluroso su agradecimiento que, Clemencio, terminó por administrarle un potingue para que durmiese toda la noche y le dejase un rato en paz; rato que aprovechó la muchacha para sacarlo raudamente de la tienda de su tío. Sí, según explicó más tarde a nuestro protagonista, era sobrina del Jefe, por parte de padre, y prima por parte de madre; además, le dijo que había aprendido el idioma durante un intercambio cultural en el que formó parte cuando tenía cuatro años y que el color blanco de su piel… Ahí falla la memoria de nuestro dentista, y sabiendo como sabemos la forma en que terminó esa noche para ellos, ya que el Jefe roncaba sonoramente dentro de su tienda, hemos decidido que no nos importa demasiado por qué narices no se acuerda.
Cuando salió aquella mañana de la tienda en la que había pasado la noche, llevaba una miniatura con la fotografía de la chica y un recuerdo que, aunque él aún no lo supiese, le acompañaría siempre.
Había llegado la hora de cobrar sus honorarios así que se dirigió a la tienda del Jefe que le saludó radiante y completamente recuperado. Los miembros de la tribu Kepekeña, tenían fama de ser buenos comerciantes porque, además de tacaños, eran unos pesados del copón. Eso no amilanó a nuestro sacamuelas que se dispuso a enumerar los detalles por los que estaba dispuesto a cobrarle al Jefe el equivalente a un ojo de la cara. Eso, precisamente, fue lo que empezó a temblarle al Jefe cuando la ira fue haciendo presa en él. Ocho horas de tira y afloja, de insultos y de hambre (por qué no decirlo) después, habían llegado a un acuerdo: puesto que el Jefe no tenía saldo en la Visa, ni esperaba tenerlo en mucho tiempo debido a un caballo bayo que… (bueno, eso es otra historia), se acordó que en concepto de honorarios, Clemencio recibiría un cráneo, que los Jíbaros habían dejado del tamaño de un pisapapeles, al que el Jefe tenía en gran estima por tratarse de una tía abuela por parte de madre que, además, era amiga de la familia por parte de padre. Es un cráneo maldito, advirtió el Jefe mediante unos signos bastante graciosos, todo hay que decirlo, aunque Clemencio entendió que era el cráneo de la buena suerte por lo que se puso muy contento. El Jefe se levantó con ceremonia, que estaba sentada junto a él, y le dijo en tono apenas audible (en realidad el tono daba igual porque Clemencio no se estaba enterando de nada):
-Haz que se acuerde durante mucho tiempo de lo que supone estafar a un Kepekeña.
Ceremonia le miró como diciendo: si quieres lo finiquito. A lo que el Jefe respondió:
-No, me ha quitado un dolor de muelas de cojones y Gran Jefe no olvida, pero tampoco es un tontolababa.
La suerte de Clemencio estaba echada y él… ¡Él es que ni lo sospechaba, vamos!
Como suele ser costumbre en las despedidas de los Kepekeñas, se sirvió un líquido sospechoso en unos recipientes (Clemencio hubiera jurado que había visto unos iguales en el chino que había junto a su casa) decorados con unas filigranas, algo extrañas, que no le picaron lo más mínimo la curiosidad. Después del primer sorbo debería haber dejado de beber. El aire se volvió espeso y pareció que el poblado se cubría de una extraña neblina del mismo tono que las botellas vacías de propano; pero dado que a Clemencio se le pilla más veces con el codo empinado que en posición descanso, apuró su cuenco y miró la base preguntándose si aún llevaría el precio puesto. No fue consciente de que eso era una tontería: si ya tenía la vista nublada ¿qué leches espera ver?
Se acercó, por su derecha, la que decían era la esposa del chamán por parte de padre, que además era su hija por parte de madre, y le tomó delicadamente del brazo izándolo cual pelele desmadejaó. Le entregó el cráneo objeto de la furia del Jefe y le dijo blandamente:
-¡Cómo se te caiga, el de enfrente te capa! -y continuó- Anda, ven que te voy a llevar al vergel de la miel eterna para que la duermas.
Dicho lo cual, lo izó todavía más y se lo cargó a la espalda. Clemencio murmuró entre dientes, aunque no lo suficiente como para no ser oído:
-¿Miel eterna? Si va a ser eterna, ¿no podría ser leche condensada? Es que la miel me da un poco de ardor de estómago.
Lo que costó un:
-¡Pero este tío es tonto del culo!
Clemencio se sentía en la cima del mundo. Un suave bamboleo impedía que se durmiera, lo que le permitió ver las cosas que, a una extraña velocidad, se sucedían cual paisaje visto por ventanilla de tren con locomotora de vapor. Se vio a sí mismo a horcajadas sobre un gran elefante del color de las peras conferencia y sujetando el cráneo con su mano derecha, quiso coger la oreja del paquidermo con la izquierda, capricho que había tenido desde niño y que su padre nunca quiso darle. La cogió. Tímidamente, al principio, aunque al darse cuenta de que el mastodonte no protestaba, sintió la necesidad de amasarla como si de arcilla tierna se tratase. Sintió un brusco frenazo y oyó una voz que tronaba:
-¡No, si todavía le hostio antes de que lleguemos! ¿Pero me quieres soltar el cuello, gringo de las pelotas?
La música celestial que sus oídos escuchaban le indujo una especie de trance en el que se sumió hasta que llegaron a su destino y sintió el brusco descenso a la realidad pues cayó de culo sobre ella. Se puso en pie; él creyó que con rapidez.
El día era diáfano, ni una sola nube emborronaba el cielo azul; los buitres le obsequiaban con la misma coreografía con la que obsequian siempre.
-Claro, son buitres ¿qué coreografía nueva van a aprender?
Un calorcillo le subía, desde el suelo, tiñendo sus mejillas como de un leve rubor. Miró hacia abajo sonriendo con cara de bobo y dijo:
-¡Coño, pero si estoy en el desierto! ¿Qué mierda entienden estos Kepekeñas por vergel de miel eterna?
Vagó y vagó y vagó sin rumbo porque no llevaba brújula y porque aunque la hubiera llevado no tenía ni idea de cómo usarla. Apretaba el cráneo, de extraña mordida, contra su pecho y, de cuando en cuando, palpaba la miniatura de la mujer que llevaba en el bolsillo del pantalón. Su recuerdo le seguía acompañando; de hecho, se podría decir que era el responsable de la cara con que obsequiaba a los buitres y que, francamente, no le dejaba en un lugar muy digno.
Miró el reloj que apretaba su muñeca, algo hinchada por la quemazón del sol, y vio cómo se movía al revés de cómo se había movido siempre. Pero algo más había cambiado: a Clemencio le importaba todo un pimiento, ya no sentía esa curiosidad que antes le caracterizaba, ya no se oían los engranajes de su cerebro, quizá porque el calor había diluido la grasa para motores que se ponía todas las mañana y funcionaba como un reloj…
-No, no como el de su muñeca; como otro normal y corriente.
En realidad, aunque Clemencio llegó a encontrar su casa en la ciudad, su vida siguió siendo la de un alelaó que buscaba un vergel, del que había oído hablar a una cosa con pinta de elefante, y que, hasta la fecha, aún no ha encontrado. ¿Le tomarían el pelo los Kepekeñas y tal vergel era un simple producto de su mala leche? Sus pasos le llevaron de nuevo al norte, le hicieron cruzar el charco y le llevaron más al norte todavía. Le llevaron allí donde el Sol es tacaño a la hora de prodigar luz y calor, allí donde el astro Rey juega al escondite con la Luna que, por cierto, siempre sale victoriosa. Y allí fue donde emprendió una vida en la que tampoco consiguió ubicarse del todo. Empezaba a tenerlo crudo nuestro amigo.

Hace ya años que ha dejado de intentar desentrañar el misterioso movimiento de su tiempo; se ha acostumbrado a que cualquier reloj que le pertenezca cambie la dirección de su marcha y tan pronto vaya del derecho como del revés. Claro que sus amigos están mosqueadísimos porque lo mismo aparece con canas en una foto como sin ellas cuatro meses después; él no dice nada porque nadie entendería la putada que le hizo el Jefe de los Kepekeñas al hechizarle de semejante manera.

Volvió a la tierra de sus antepasados cansado de vagar en busca del vergel de la miel eterna porque la dichosa búsqueda había empezado a oler peor que Dinamarca. Puso la clínica de la que os hablé al principio y en ella se fabricó un rincón donde perderse en las ensoñaciones a las que le llevan sus recuerdos. Allí reposa el cráneo vigilante y la miniatura desde la que le mira la perla que conoció aquella noche extraña. No puede vivir sin el uno ni sin la otra; aunque lo cierto es que no le sirven de mucho porque las facturas que pasa siguen siendo astronómicas como buen dentista que es. Y en cuanto a la perla… bueno, digamos que una perla no hace un collar y que a Clemencio le gustan los collares muy muy largos…



Noe Domínguez - Julio 2009


La fotografía está tomada de Google; si tiene derechos de reproducción, ruego que me lo comuniquen para retirarla.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Me gustó mucho este relato, Noe. Te mando un beso. Kenit

Anónimo dijo...

Me gustó mucho tú relato. Kenit

Noe Dominguez dijo...

Gracias, Kenit. Creo que te gustó porque es auténticamente absurdo. Desde pequeñita me ha gustado leer a Enrique Jardiel Poncela, que aunque era un fachilla y un misógino de pelo*** en pecho ;-), era un estupendo escritor y manejaba el humor absurdo como nadie lo ha hecho. Salvando las distancias, creo que le debo mucho. Besote, Kenit.