viernes, 3 de julio de 2009

La Posesión

El otro día leí la entrada, en el blog “El Escritor”, titulada La Vigilia. Fue una sensación curiosa porque parecía que se había escrito en función de las cosas que yo podría contar sobre mí misma; sobre todo, si hablase de “La Posesión”.
Tengo la gran suerte de no haber sido nunca poseída por ninguna de esas fuerzas malignas que, dicen las malas lenguas, pululan a nuestro alrededor buscando una alma cándida en la que alojarse; es decir, ni he bajado las escaleras como un cangrejo con prisa ni he vomitado substancias verdes y viscosas… pero, y esto tengo que reconocerlo, hay momentos en los que no soy la misma que cualquiera de vosotros podría conocer tomando una copa. Soy una Harry Haller con falda y tacón de aguja, esto último sólo algunas veces, que se debate buscando un punto de convivencia satisfactoria con esa criatura voraz que se adueña, de vez en cuando, tanto de mis sentimientos como de mi forma racional de ver las cosas.
Es un efluvio del alma que toma cuerpo en mis manos y me hace aferrarme a la pluma para liberar, convulsivamente, todo aquello que mi yo humano, el de falda y tacón de aguja, con tanto empeño ha guardado custodiado por los siete candados de una hipocresía aburguesada. Entonces, cuando esto ocurre, el tiempo se detiene, el hambre se convierte en algo perentorio sólo para aquellos que pueblan otros universos y el cansancio en una evocación brumosa de mis pasos por otra galaxia que, en esos momentos, me queda muy lejana. Porque las necesidades que me acucian son las de esos seres incorpóreos que cobran vida con el afán de la tinta que derramo, porque son sus sentimientos los que cuentan y sus problemas los que impelen a mi voluntad a buscar soluciones desesperadas. Y es que sus ansias pasan a ser mis ansias, sus aspiraciones las metas de mis logros y sus fantasías, mis más oscuros objetos de deseo.
Y… ¿sabéis qué?, pues que yo conozco a la responsable de esta metamorfosis que me sacude cada poco tiempo. Tiene un aura que derrama su poder sobre aquellos que hacemos de la noche nuestro elemento. Argentiza el horizonte hasta que sólo eres capaz de percibir cráteres llenos de la albura de su influjo y de ese polvo mágico que levantan mis pasos pioneros por la, ya tan famosa entre los híbridos como yo, hoja en blanco.

La luna me posee y activa ese veneno que corre por mi sangre desde que el oficio de recordar es capaz de alcanzar en mi memoria. Y, de verdad, que por aquel entonces yo quería ser normal; quería encontrar sosiego en los vestidos de las muñecas que se empeñaban en regalarme o en los saltos alocados con los que mis amigas de la infancia poblaban sus tardes de parque de barrio. Pero no llegué a conseguirlo del todo porque, después de unas risas apresuradas, por lo que hoy sé era un deseo insatisfecho, y unos balanceos sin sentido a aquellos seres de plástico perfumado con estopa amarilla en la cabeza, corría a refugiarme en los mundos que yo me procuraba gracias a un carné por el que tanta ilusión me hizo cumplir diez años. Y allí, en esa pulcra habitación en la que sólo cabía el oxigeno justo para dos o tres inspiraciones, y bajo aquella lámpara de los únicos quince vatios que permitía nuestra economía familiar, salía el lobo que ya habitaba en mi interior y que, aunque sólo era un cachorro, ya tenía sus ideas más claras de lo que yo haya podido tener nunca las mías. En ese refugio se gestaron las primeras batallas épicas entre los sentimientos que hacen humano al hombre y las enseñanzas de los que, al calor de la dictadura, nos obligaban a ir a misa todos los domingos aunque, evidentemente, yo no era consciente de ello todavía. Eran pequeñas historias cotidianas sobre la niña rebelde que soñaba con vivir lo que leía con avidez en las páginas de la libertad, pero que se tenía que contentar con el mundo que veía al despertar por la mañana. Era el germen del desconcierto que asomaba un brote, inseguro aún por la debilidad propia de los pocos años.
Pero hoy lo reconozco como tal y lo recuerdo cada vez que la pluma corre veloz por el desierto que mi alter ego se empeña en poblar de garabatos. Hoy lo reconozco cuando “La Posesión” alcanza su punto álgido y tengo la grata sensación del regreso al hogar, ese que no está en ninguna calle concreta pero que me lleva dando cobijo tantos años. Y entonces le doy gracias a la Luna, aunque a veces no se vea en la negrura que se derrama sobre nuestros sueños, por estar ahí vigilante como una madre, entregada y cariñosa, y por tomar posesión de mi alma, errante y castigada, para que pueda volver a sentir el calor del regreso a casa.

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