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viernes, 17 de septiembre de 2010
ELLA
ELLA
Ella intenta rebuscar en la memoria y aún así no comprende. Sabía que la pena hace malas digestiones; ahora sabe que la rabia congestiona hasta la razón.
Lleva consigo la herencia de todas las hembras que anduvieron ese camino antes que ella. Y ante eso se rebeló siempre. Esa fue la lucha que mantuvo firme su voluntad.
Ahora camina por esa senda, abarrotada por las huellas de las que, como ella, no tuvieron más opción que recorrerla. Porque lleva esos genes que no permiten aprender a decir no y porque bulle por su sangre la semilla de la soledad; porque ha heredado la capacidad de entregarlo todo y vaciarse entera sin guardar nada para su propio futuro.
Sus ojos son tan neutros como los de tantas otras que asumieron lo que no tiene remedio. Su voz es callada como lo fue siempre su condición y la de todas las que la precedieron. Porque ha comprendido que su valía está en la utilidad que de ella encuentren los demás. Porque ya no es necesaria, porque hace mucho tiempo que apenas ríe, porque ya sólo es una sombra de lo que fuera un día…
Y ya sólo lamenta la sorpresa; el no haber sabido reconocer los signos que la vida fue dejándole a su paso y que le decían que no era diferente a las demás. Sólo lamenta que cuando, al final, se comprende, ya no hay marcha atrás. Sólo lamenta que ese mensaje viajará con ella, por el trillado camino de la soledad, sin poder proclamar la realidad de su condición de inexorable.
Noe Domínguez
La imagen está tomada de internet; si tuviera derechos de reproducción, rogaría que me lo comunicasen para retirarla.
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jueves, 8 de abril de 2010
ESO LE PASA A CUALQUIERA...
ESO LE PASA A CUALQUIERA
Una mañana te levantas y presientes que va a salir un sol espléndido. Después de las abluciones matutinas correspondientes (tampoco hay que dar muchos detalles), tomas un tranquilo desayuno y abres todas las ventanas. El aire empieza a renovarse y notas como la primavera se va asentando sobre los muebles (junto con el polvo de la interminable obra de la calle de abajo…) y respirando hondo… te das cuenta de que eres feliz porque sí; no es que haya motivos especiales, es que te da la gana y punto. ¡Ah, qué bonita es la primavera!
En medio de ese éxtasis (del tipo Santa Teresa ¡eh!, nada de pastillitas…), recuerdas:
-Huy, si tengo que llamar a Vodafone…
Ya tendría que haberme mosqueado esa corriente gélida que ha barrido el pasillo, pero lo que desde luego no ha tenido ni nombre, es que no me haya advertido del inminente peligro que el sol de haya oscurecido por unos instantes. Pero como a veces una servidora está más despistada que un burro en un garaje pues… nada, que me he puesto a llamar a Vodafone…
-Piii –unos segundos interminables de musiquita estridente y perrillera después- ¡Bienvenido a Vodafone…! –dice una voz enlatada y excesivamente elegre…
Para no aburrir con minucias, resumiré diciendo que veinte números pulsados y varias peticiones por mi parte, pronunciadas como para intentar que te entienda una gallina, después he colgado con un pequeño mosqueo.
Pero me espera Mr. Google para intentar localizar un número donde me informasen de qué tenía que hacer para alquilar una furgoneta y cuánto me iban a sablear.
-Buenos días ¿Furgorentig? Verá yo quería alquilar una furgoneta… (Aquí se supone que le estoy soltando mi rollo)
-No hay problema. Eso sí, por salir de la comunidad le vamos a cobrar un extra.
-Bueno, usted déme el presupuesto y ya calculo yo.
-Lo malo es que no tenemos oficina en Gijón.
-Ya. Y qué pretende ¿Qué me lleve los 12 m3 en brazos a Oviedo?
Broma tonta porque aún no sabes que vas a terminar regurgitando un sarcasmo cargado de arsénico.
-Ja, ja… Claro.
-Buenos días.
En fin, un cafelito siempre anima. Retomamos el asunto Vodafone… Nunca me ha gustado repetirme así que, por favor, subid a los párrafos superiores y los releéis. Pero hacedlo, porque si no, no sentiréis como crece la ira en vuestro interior…
En Yoloalquilo punto com obtuve un teléfono que dio unos resultados parecidos a los de arriba (releer intentado ponerse en mi lugar).
El día estaba empezando a cambiar. Claro que esto es Asturias y ya se sabe… Hacía incluso frío con todas las ventanas abiertas… ¡Bah! cosas de la primavera, me dije… ¡Y una mierda la primavera! Alguien en las alturas se estaba pasando un rato cojonudo a mi costa, que lo sé de buena tinta… ¿Paranoica yo?
Esta vez, en lugar de una cafelito fue un paracetamol con jardinera (pa'que hiciera más efecto).
Párrafo Vodafone, por favor. ¡Gracias…!
-Buenos días. Verá yo quería al..
-¿Qué día?
-El 1 de mayo pero tiene que…
-Ese día está cerraó.
-Ya, es sábado claro.
-Puede cogerla el viernes…
-Sí ya, pero ¿tendría que pagar por un día más?
-¡Hombre claro!
-Bueno pues déme un presupuesto y ya calculo yo.
-Por cierto, si sale de la comunidad tiene que alquilarla por tres días como mínimo.
-Hombre lo de luchar contra el exceso de velocidad está bien y eso pero que…
-Son las normas.
No le veía, pero el palillo entre los dientes… ¡fijo que lo tenía!
-El seguro es a todo riesgo con franquicia de 600 euros.
-O sea, resumiendo: Yo les pago el día que ustedes descansan; me obligan a parar cada 20 kilómetros o recogerme media España a velocidad de tractor; me cobran como si fuese a alquilar un artículo de lujo y encima, si tengo la mala suerte de rozar a otro coche mientra aparco (un poner), lo tengo que pagar yo.
-Sí, son las normas.
¿A que no le extraña a nadie que colgase sin dar los buenos días?
-¡Bienvenido a Vodafone! De las siguientes opciones más utilizadas por usted…
Pulsé el uno, dije continuar, vocalicé como una soprano mientras decía: ¡In-ci-den-cia!...
-De las siguientes opciones de incidencia más utilizadas por usted…
Empezaba a notar un exceso de salivación nada habitual en mí…
-¡Ha-blar-con-un-o-pe-ra-dor!
-Disculpe pero no le he entendido. De las siguientes opciones…
-¡Tu puta madre!
Ahí fue cuando el teléfono, no sé como, apareció despachurrado junto al mueble de la televisión…
Ya no tengo tiempo de hacer lo que había planeado, pero si no se lo contaba a alguien.. ¡Uf, creo que habría enloquecido! Además, si salgo me voy a poner como una sopa ¡puñetera primavera…! ¡Huy, que pajarito más mono hay en la esquina del sofá! Voy a ver si lleva a rosca la cabeza…
-¡Pito pito, pajarito…!
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martes, 23 de marzo de 2010
SEGÚN SE SUBE, A MANO IZQUIERDA
SEGÚN SE SUBE, A MANO IZQUIERDA
Si subimos por la calle de la Berza en dirección al Auditorio…
-Claro, subiendo sólo se puede llegar a la plaza de Tegucigalpa. De nada.
… encontramos, en la acera de la izquierda, una clínica dental que, por lo anodino de su entrada, no nos hace sospechar lo que podemos encontrar en su interior.
Es cierto que, salvo en caso de dolores de muelas lacerantes, no tendemos a posar la mirada, más de los pocos segundos necesarios para saber de qué se trata, en una consulta que al que más y al que menos, le trae dolorosos recuerdos de tardes de cagueta. Pero en ésta sí merece la pena perder nuestro precioso tiempo porque alberga en su interior un espécimen humano de un exotismo singular. No pretendo que por saciar la curiosidad acudáis todos en masa para constatar las cosas que de él voy a contar, no quiero que "la sonrisa media" de Luciérnaga se convierta en porcelana; pero si en algún momento, ese destino caprichoso y algo cabroncente con el que lidiamos a diario, os obsequiara con una noche en blanco llena de estrellas, y no me estoy refiriendo a las del firmamento, pasad por allí porque el dolor no sé si os lo quitará, pero lo que sí puedo aseguraros es que la experiencia será única.
La mencionada clínica pertenece a un hombre de mediana edad bastante peculiar. Es americano, sí, y en el más amplio sentido de la palabra porque lo es tanto del norte como del sur. Imaginad a alguien en quien se puede apreciar el desarrollo…
-Me estoy refiriendo al social, joé; que, digo yo, que siendo de mediana edad se puede suponer que está ya algo talludito…
… el desarrollo de la sociedad más avanzada del mundo, el espeso poso que ha dejado en su bagaje cultural haber nacido en el cenit de la cultura y el pasotismo con el que a veces enfrenta la vida, propio de la parte norte de aquel continente, mezclado con la superstición, la magia y el punto de vista algo decimonónico, que tiene de algunas cosas, propio de la parte sur del mencionado continente. Si habéis conseguido imaginarlo, tendréis en vuestra mente un perfil bastante certero del personaje del que os quiero hablar en esta historia.
Su cultura, derivada imagino de su amor por la lectura y su innata curiosidad, es tan grande que sólo por ella se le pueden perdonar la mayoría de sus "peculiaridades". Es cierto, no exagero nada cuando os digo que se le podría estar escuchando horas; digo que se podría porque yo, personalmente, nunca lo he hecho, pero vamos… pelillos a la mar. Pero no todo lo que le rodea tiene el mismo halo de naturalidad. Clemencio, que así se llama el mencionado dentista, ha sido víctima de un maleficio que hace que su tiempo transcurra del revés. Sí; resulta de lo más curioso ver como se desplaza la manecilla del reloj que mide el tiempo del embrujo al que ha sido sometido: de la izquierda hacia la derecha, siguiendo el camino de abajo, y de la derecha hacia la izquierda, siguiendo el camino de arriba, como si fuese la cosa más natural del mundo. Eso fue lo primero que me hizo sospechar; y a raíz de alguna que otra menudencia que prefiero no mencionar, comencé a investigar la vida de este sacamuelas porque el asunto prometía.
Clemencio nació en la Meca del Arte, de ahí quizá su amor por la belleza; allí pasó sus primeros años, o alguno más… la verdad es que no tengo ni idea, pero el caso es que, para terminar de formarse, se dejó llevar por su instinto que estaba empeñadísimo en que emprendiese un viaje hacia el sur.
-¡Vamos a dejar las cosas claras!, cuando el muchacho se fue a contemplar las estrellas que brillan en el otro hemisferio, ya estaba completamente hecho: la cara, las manos…, otras partes de su anatomía…; me refería a que fue a terminar su formación profesional; bueno, en realidad era universitario, no es que hubiese estudiado F. P… ¡Me estoy liando! A ver: el que se aclare que siga y el que no… pues ya sabe ¡a pasar la tarde a un chigre!
Seguimos que ahora es cuando empiezan a pasar cosas raras.
Llegó a esa parte del continente dónde conviven, en una extraña armonía, las más avanzadas técnicas, en lo que a la profesión de Clemencio se refiere, con la magia que practican algunas de las tribus que viven en la selva que guarda en su interior.
Los comienzos no fueron malos; hay que reconocer que el muchacho se hizo un nombre ….
-¡Nooooo!, se siguió llamando Clemencio lo que pasa es que la gente le empezó a conocer… Sí, sí, le empezó a conocer por su nombre, eso.
…y consiguió hacerse, también, con un grupo de pacientes pacientes que aguardaban a que Clemencio decidiese aparecer por su consulta. Sí, el chico tenía cierta debilidad por decir: ¡que voy! pero luego, como le sucede al labrador que duerme a mis pies en este momento, se entretiene con algo que ha llamado su atención por el camino y se olvida de los pacientes pacientes que le esperan en la consulta. Aún así, la profesionalidad y la pericia de este médico eran tales, que nunca faltaba quien, incluso a las horas más intempestivas de la noche, llamase a su puerta demandando de sus manos el alivio del dolor. Eso fue precisamente lo que sucedió la noche, que a partir de esa noche, pasó a llamarse "la noche de su perdición". Cuentan, es evidente que no hay documentación que acredite la veracidad de lo que voy a relatar a continuación, que se encontraba durmiendo una noche cuando el campanilleo de la puerta le produjo un sobresalto, sobresalto que se convirtió en …"peccata minuta" cuando vio al individuo que había delante de la puerta de su casa. Bajo, menudo, más oscuro que un callejón a media noche y más serio que un ajo…
-He dicho oscuro, no negro; ¡joé que estamos cerca del Amazonas!
No hablaban el mismo idioma, de eso se dio cuenta Clemencio cuando después de un cuarto de hora no había conseguido que el indígena entendiera nada de lo que le decía y, lo era aún peor, no había entendido nada de lo que por la boca de semejante personilla salía sin dar tregua. Pero debido a esa chispa que en él prendió la inteligencia y que siempre le había caracterizado, dedujo que el hombrecillo le buscaba porque a algún miembro de su tribu le debía de suceder algo que estaba en su mano remediar. Después de caminar casi media noche…
-No, no eran las doce, puede que las dos o las tres de la madrugada. De nada.
… llegaron a una aldea perdida entre árboles frondosos que se mecían al ritmo de rumorosos arroyuelos. ¡Caray, estoy que lo vierto…! Le llevaron a una choza que parecía la principal (Clemencio se dio cuenta de que era tres centímetros más alta que el resto de las chozas), lo que le hizo suponer que estaba a punto de conocer al Jefe de la tribu. No se equivocaba; sobre una piel de tigre (importada seguramente de la India), yacía un hombrecillo, tan anodino como los demás, contorsionado en una posición casi fetal mientras se apretaba una de sus mejillas con la mano más sucia que Clemencio había visto en su vida, ¡y mira que había visto cosas, eh! Junto a él había una joven tan blanca y delicada como una perla que, si bien no hacía nada para remediar el dolor del enfermo, tampoco hacía nada que le perjudicase y, eso sí, adornar adornaba un montón. Lo primero de lo que se dio cuenta Clemencio fue de que la chica hablaba su idioma; no está claro lo que motivó esta revelación aunque bien pudo ser porque cuando Clemencio se irguió, después de haber traspasado la puerta, la muchacha le miró y dijo:
-¡Anda que… podías haber tardado un poco más, ricura…!
Acababa de comenzar algo que, sin saberlo ninguno de los dos, cambiaría el rumbo de la historia; de la de ellos desde luego, porque el de la de los demás… pche, tampoco es que fuera para tanto…
Clemencio se acercó al doliente para examinarle los dientes y entre palabras harto febriles, que encendieron su rostro con la luz de mil candiles, le explicó al facultativo que en la puta encía de arriba tenía un dolor superlativo. La muchacha, dudando de que nuestro galeno hubiera entendido algo, se apresuró a describir la dolencia que aquejaba al regio personaje. También es verdad que le apetecía meter baza y punto. Le explicó que debido a la deforestación de la que no se libraba ni la sagrada Amazonía, el chamán de la tribu había partido en busca de sus hierbas curativas porque desde hacía varias lunas tenía telarañas en la despensa.
-No, las arañas no se habían comido las hierbas, las hierbas se habían terminado. ¡Ay, Señor!
-No -le dijo la muchacha algo azarosa-, no creo que vaya a llegar pronto porque le gusta ir a un herbolario en el que le hacen descuento aunque está a más de quinientas millas de aquí.
Clemencio, debido a esa curiosidad innata con la que nació, intentó pasar las millas a kilómetros para saber dónde había podido ir el juerguista del chamán; pero en vista de que no le salían las cuentas, de que tampoco era relevante para atender al ejemplar que tenía a sus pies y de que debía aprovechar que la moza se estaba poniendo en la misma posición que el enfermo (es decir, a sus pies), decidió para sí que maldito lo que le importaba dónde hubiera ido a aposentar sus reales el tipejo de los brebajes mágicos. Atendió a su anfitrión que le agradeció calurosamente que le quitase el dolor; y fue tan caluroso su agradecimiento que, Clemencio, terminó por administrarle un potingue para que durmiese toda la noche y le dejase un rato en paz; rato que aprovechó la muchacha para sacarlo raudamente de la tienda de su tío. Sí, según explicó más tarde a nuestro protagonista, era sobrina del Jefe, por parte de padre, y prima por parte de madre; además, le dijo que había aprendido el idioma durante un intercambio cultural en el que formó parte cuando tenía cuatro años y que el color blanco de su piel… Ahí falla la memoria de nuestro dentista, y sabiendo como sabemos la forma en que terminó esa noche para ellos, ya que el Jefe roncaba sonoramente dentro de su tienda, hemos decidido que no nos importa demasiado por qué narices no se acuerda.
Cuando salió aquella mañana de la tienda en la que había pasado la noche, llevaba una miniatura con la fotografía de la chica y un recuerdo que, aunque él aún no lo supiese, le acompañaría siempre.
Había llegado la hora de cobrar sus honorarios así que se dirigió a la tienda del Jefe que le saludó radiante y completamente recuperado. Los miembros de la tribu Kepekeña, tenían fama de ser buenos comerciantes porque, además de tacaños, eran unos pesados del copón. Eso no amilanó a nuestro sacamuelas que se dispuso a enumerar los detalles por los que estaba dispuesto a cobrarle al Jefe el equivalente a un ojo de la cara. Eso, precisamente, fue lo que empezó a temblarle al Jefe cuando la ira fue haciendo presa en él. Ocho horas de tira y afloja, de insultos y de hambre (por qué no decirlo) después, habían llegado a un acuerdo: puesto que el Jefe no tenía saldo en la Visa, ni esperaba tenerlo en mucho tiempo debido a un caballo bayo que… (bueno, eso es otra historia), se acordó que en concepto de honorarios, Clemencio recibiría un cráneo, que los Jíbaros habían dejado del tamaño de un pisapapeles, al que el Jefe tenía en gran estima por tratarse de una tía abuela por parte de madre que, además, era amiga de la familia por parte de padre. Es un cráneo maldito, advirtió el Jefe mediante unos signos bastante graciosos, todo hay que decirlo, aunque Clemencio entendió que era el cráneo de la buena suerte por lo que se puso muy contento. El Jefe se levantó con ceremonia, que estaba sentada junto a él, y le dijo en tono apenas audible (en realidad el tono daba igual porque Clemencio no se estaba enterando de nada):
-Haz que se acuerde durante mucho tiempo de lo que supone estafar a un Kepekeña.
Ceremonia le miró como diciendo: si quieres lo finiquito. A lo que el Jefe respondió:
-No, me ha quitado un dolor de muelas de cojones y Gran Jefe no olvida, pero tampoco es un tontolababa.
La suerte de Clemencio estaba echada y él… ¡Él es que ni lo sospechaba, vamos!
Como suele ser costumbre en las despedidas de los Kepekeñas, se sirvió un líquido sospechoso en unos recipientes (Clemencio hubiera jurado que había visto unos iguales en el chino que había junto a su casa) decorados con unas filigranas, algo extrañas, que no le picaron lo más mínimo la curiosidad. Después del primer sorbo debería haber dejado de beber. El aire se volvió espeso y pareció que el poblado se cubría de una extraña neblina del mismo tono que las botellas vacías de propano; pero dado que a Clemencio se le pilla más veces con el codo empinado que en posición descanso, apuró su cuenco y miró la base preguntándose si aún llevaría el precio puesto. No fue consciente de que eso era una tontería: si ya tenía la vista nublada ¿qué leches espera ver?
Se acercó, por su derecha, la que decían era la esposa del chamán por parte de padre, que además era su hija por parte de madre, y le tomó delicadamente del brazo izándolo cual pelele desmadejaó. Le entregó el cráneo objeto de la furia del Jefe y le dijo blandamente:
-¡Cómo se te caiga, el de enfrente te capa! -y continuó- Anda, ven que te voy a llevar al vergel de la miel eterna para que la duermas.
Dicho lo cual, lo izó todavía más y se lo cargó a la espalda. Clemencio murmuró entre dientes, aunque no lo suficiente como para no ser oído:
-¿Miel eterna? Si va a ser eterna, ¿no podría ser leche condensada? Es que la miel me da un poco de ardor de estómago.
Lo que costó un:
-¡Pero este tío es tonto del culo!
Clemencio se sentía en la cima del mundo. Un suave bamboleo impedía que se durmiera, lo que le permitió ver las cosas que, a una extraña velocidad, se sucedían cual paisaje visto por ventanilla de tren con locomotora de vapor. Se vio a sí mismo a horcajadas sobre un gran elefante del color de las peras conferencia y sujetando el cráneo con su mano derecha, quiso coger la oreja del paquidermo con la izquierda, capricho que había tenido desde niño y que su padre nunca quiso darle. La cogió. Tímidamente, al principio, aunque al darse cuenta de que el mastodonte no protestaba, sintió la necesidad de amasarla como si de arcilla tierna se tratase. Sintió un brusco frenazo y oyó una voz que tronaba:
-¡No, si todavía le hostio antes de que lleguemos! ¿Pero me quieres soltar el cuello, gringo de las pelotas?
La música celestial que sus oídos escuchaban le indujo una especie de trance en el que se sumió hasta que llegaron a su destino y sintió el brusco descenso a la realidad pues cayó de culo sobre ella. Se puso en pie; él creyó que con rapidez.
El día era diáfano, ni una sola nube emborronaba el cielo azul; los buitres le obsequiaban con la misma coreografía con la que obsequian siempre.
-Claro, son buitres ¿qué coreografía nueva van a aprender?
Un calorcillo le subía, desde el suelo, tiñendo sus mejillas como de un leve rubor. Miró hacia abajo sonriendo con cara de bobo y dijo:
-¡Coño, pero si estoy en el desierto! ¿Qué mierda entienden estos Kepekeñas por vergel de miel eterna?
Vagó y vagó y vagó sin rumbo porque no llevaba brújula y porque aunque la hubiera llevado no tenía ni idea de cómo usarla. Apretaba el cráneo, de extraña mordida, contra su pecho y, de cuando en cuando, palpaba la miniatura de la mujer que llevaba en el bolsillo del pantalón. Su recuerdo le seguía acompañando; de hecho, se podría decir que era el responsable de la cara con que obsequiaba a los buitres y que, francamente, no le dejaba en un lugar muy digno.
Miró el reloj que apretaba su muñeca, algo hinchada por la quemazón del sol, y vio cómo se movía al revés de cómo se había movido siempre. Pero algo más había cambiado: a Clemencio le importaba todo un pimiento, ya no sentía esa curiosidad que antes le caracterizaba, ya no se oían los engranajes de su cerebro, quizá porque el calor había diluido la grasa para motores que se ponía todas las mañana y funcionaba como un reloj…
-No, no como el de su muñeca; como otro normal y corriente.
En realidad, aunque Clemencio llegó a encontrar su casa en la ciudad, su vida siguió siendo la de un alelaó que buscaba un vergel, del que había oído hablar a una cosa con pinta de elefante, y que, hasta la fecha, aún no ha encontrado. ¿Le tomarían el pelo los Kepekeñas y tal vergel era un simple producto de su mala leche? Sus pasos le llevaron de nuevo al norte, le hicieron cruzar el charco y le llevaron más al norte todavía. Le llevaron allí donde el Sol es tacaño a la hora de prodigar luz y calor, allí donde el astro Rey juega al escondite con la Luna que, por cierto, siempre sale victoriosa. Y allí fue donde emprendió una vida en la que tampoco consiguió ubicarse del todo. Empezaba a tenerlo crudo nuestro amigo.
Hace ya años que ha dejado de intentar desentrañar el misterioso movimiento de su tiempo; se ha acostumbrado a que cualquier reloj que le pertenezca cambie la dirección de su marcha y tan pronto vaya del derecho como del revés. Claro que sus amigos están mosqueadísimos porque lo mismo aparece con canas en una foto como sin ellas cuatro meses después; él no dice nada porque nadie entendería la putada que le hizo el Jefe de los Kepekeñas al hechizarle de semejante manera.
Volvió a la tierra de sus antepasados cansado de vagar en busca del vergel de la miel eterna porque la dichosa búsqueda había empezado a oler peor que Dinamarca. Puso la clínica de la que os hablé al principio y en ella se fabricó un rincón donde perderse en las ensoñaciones a las que le llevan sus recuerdos. Allí reposa el cráneo vigilante y la miniatura desde la que le mira la perla que conoció aquella noche extraña. No puede vivir sin el uno ni sin la otra; aunque lo cierto es que no le sirven de mucho porque las facturas que pasa siguen siendo astronómicas como buen dentista que es. Y en cuanto a la perla… bueno, digamos que una perla no hace un collar y que a Clemencio le gustan los collares muy muy largos…
Noe Domínguez - Julio 2009
La fotografía está tomada de Google; si tiene derechos de reproducción, ruego que me lo comuniquen para retirarla.
viernes, 3 de abril de 2009
El Silencio De Mi Deseo
PREMIO EN EL II CERTAMEN DE RELATO SOBRE PROBLEMAS DE MUJER - AÑO 2003
El portazo resonó en toda la casa llevándose con él cualquier sonido que pudiera acompañarla. Se sentó despacio para desayunar en la mesa de la cocina, mientras miraba con desánimo el desastre que la rodeaba. Cogió con desgana un bizcocho, de la caja que Raulín se había dejado abierta, pero volvió a dejarlo en su sitio, doblando la bolsa que los contenía, y cerrando después cuidadosamente la caja. Sabía que aquel iba a ser un mal día, uno de esos días en los que parecía que, hasta respirar, le costaba un esfuerzo supremo que se sentía incapaz de hacer. Uno de esos días en los que se enfrentaba a verdad de su vida y se daba cuenta de la inutilidad de seguir levantándose cada mañana. Uno de esos días que cada vez se presentaban con más frecuencia y en los que, sin entender siquiera el por qué, se encontraba cada vez más a gusto.
Dio un largo suspiro y comenzó a beber, lentamente, el vaso de café con leche que se había preparado y que ya se había quedado frío. Raulín dependía tanto de ella..., parecía mentira que fuera a cumplir veintidós años y que aún tuviera que prepararle las cosas que tenía que llevar a la facultad.
- No – se dijo a sí misma -, no debería quejarme, ¿no son esos mis deberes?
Se levantó lentamente y tiró el medio vaso de café que le quedaba en la pila de la cocina. Suspiró de nuevo y se dispuso a realizar su trabajo, esa rutina tan cotidiana que podía hacer con los ojos cerrados después de llevar casi treinta años haciéndola a diario.
Paseó despacio por la casa abriendo, a su paso, todas las ventanas. Cuando llegó, por último, al salón, se sentó en el sofá sintiéndose de pronto muy cansada y hasta algo mareada.
- Debe ser la tensión, no tenía que haberme bebido el café. ¡Mira que Ramón siempre me lo está diciendo! Y quizá, en el fondo, lleve razón, tal vez lo hago porque soy una vaga que no quiere hacer el trabajo que le corresponde, pero es que el cacao esta tan empalagoso..., y yo, ahora estoy siempre tan cansada..., y el café me reanima, ¡vamos que si me reanima!, ¡anda que no me lo noto yo! Pero este mareillo...
De pronto miró el reloj del salón que desgranaba sus campanadas como si de una sentencia se tratase.
- ¡Dios mío!, pero, ¿es que me he quedao dormida? No quiero ni pensar si Ramón llegase en este momento porque se hubiera puesto malo o cualquier cosa.
Se levantó de mala gana intentado imprimir en sus movimientos una mayor rapidez; esa que había tenido cuando Mamen y Raulín eran un par de mocosos que le daban la lata todas las mañanas desde las siete que se levantaban.
- ¡Cómo corría entonces!, era capaz de hacerlo todo.
Unas lágrimas silenciosas se deslizaban por sus mejillas, unas lágrimas de autocompasión que enjugaban las sábanas que estaba estirando sobre ese colchón que de tantos silencios había sido testigo.
- ¡Entonces sí que Ramón parecía contento! Nunca ha sido juguetón con sus hijos, la verdad, pero le encantaba llegar a casa y encontrarlos limpios y bien peinados; la casa, limpia como los chorros del oro, y una buena comida en la mesa. ¡Y que bien lo hacía yo todo!, tanto, que el domingo podía bajar con Ramón a tomar el vermú. ¡Anda que no me gustaba a mí eso! Iba cogida de su brazo con la cabeza bien alta. Porque Ramón siempre ha sido muy bien parecido, esa es la verdad; y el domingo, cuando se arreglaba, salía a la calle como un brazo de mar. ¡Ah!, no sé por qué tengo que acordarme de eso ahora, si hace ya más de veinte años que no salgo de casa si no es para ir al super, al mercao o cuando tengo que ir a comprarles algo de ropa, claro. Luego dice que estoy gorda y siempre desaliñada, pero, ¿qué le importa al carnicero si se me notan las canas o no? ¡Qué pena!, mira en lo que se nos quedan los sueños a algunas personas.
- Mi sueño era ser una de esas secretarias que tienen las uñas largas y bien pintadas, y llevar todo el día el pelo bien arreglaó – continuó diciéndose a sí misma mientras pasaba el cepillo por el suelo, se sentía muy cansada para pasar la aspiradora -, y mira en lo que me he quedao. Claro, que si lo pienso bien, en el fondo Ramón me hizo un favor cuando nos hicimos novios y me convenció de que no me apuntara a la escuela de secretariado porque yo no daba para tanto, y que lo que tenía que hacer era aprender a guisar bien y a llevar una casa, que con eso ya tenía bastante. Y es verdad, ¿en qué pensaba meterme yo, si ahora tengo que ir a mata caballo para que me dé tiempo a tener todo listo para cuando llega a comer a casa? El sí que es listo, como Mamen. A Mamen sí que se le nota, cuando quiso convencerla, como a mí, de que no estudiara la carrera, cogió un trabajo, se fue y la estudió. ¡Que orgullosa estoy de ella!, pero que pena me da no haber tenido yo ese empuje, claro, que para eso hace falta inteligencia, y yo..., bueno, ya lo dijo Ramón un día, que el Toby entendía las cosas mejor que yo, y él sabe de esas cosas, si no a ver como iba a llevar desde los dieciséis años en esa empresa tan buena.
- Por cierto – pasaba el paño por la superficie de la mesa del salón en la que podía reflejarse, aunque evitó mirarse -,no sé cuanto hace que no hablo con Mamen, a ver si me llama un día de estos porque no sé nada de ella, y como ahora a Ramón le da por ver los números a los que llamamos... Antes, por lo menos, tenía ese desahogo, podía hablar con mi hija cuando quería, porque si para él se ha muerto, para mí desde luego no ¿qué hijo va a estar muerto en vida para una madre? A lo mejor está enfadada por no haberme ido a vivir con ella como quería, pero yo sé que mi sitio está al lado de Ramón, es mi marido para lo bueno y para lo malo y además, está Raulín y tengo que atenderle, aunque Mamen piense que ya tiene edad para ir haciéndose el sólo sus cosas y que, a este paso, va a convertirse en un inútil como su padre. ¡Esta Mamen!, no es que me guste que diga esas cosas de Ramón porque al fin y al cabo es su padre, pero yo sé que mi Mamen va a llegar lejos, anda que no sabe bien lo que dice. No, ella desde luego no tiene pelos en la lengua. No como yo, que ya he llegao todo lo lejos que podía llegar porque no valgo para otra cosa. Y encima tengo que estar agradecida porque Ramón todavía sigue conmigo.
Su rostro se ensombreció por los recuerdos mientras se empapaba del olor del limpiador del baño que la mareaba y le daba una excusa para derramar de nuevo unas lágrimas amargas.
- No sé que mosca me ha picado hoy, ¿por qué tengo que recordar tanta y tanta humillación?, porque, ¡que Dios me perdone!, pero creo que debería estar más atento y no traer personas al mundo con tan poca capacidad para tener que estar toda la vida dependiendo de un marido que no sabes si todavía te tiene algo de cariño..., o te desprecia con disimulo. Aunque tengo que reconocer que tengo suerte, al fin y al cabo, Ramón sólo me recuerda mis defectos y nada más, porque había que ver como llevaba el ojo la Carmen el otro día, que a mí no me la pega, tenía toda la cara hinchada y el ojo a la funerala, y por mucho maquillaje que quiso poner..., a ver si se piensa que soy tan tonta como para creerme que se cae una o dos veces por semana, porque cuando coincidimos en el mercao con buen paso que va andando, y bien segura está de donde pone los pies, ¡cómo si yo no me diera cuenta!
- No sé. Antes, por lo menos tenía a Lidia, que aunque siempre se empeñaba en decir que yo no era tan tonta como Ramón decía, yo simulaba creérmelo y al menos era un poco feliz durante ese ratito que duraba el café. Claro que aquel día que Ramón se presentó en la cafetería a las once de la mañana con esa fiebre y tuvo que ir a buscarme, se acabaron los cafés. Y llevaba razón, él cuando está trabajando, trabaja. Este es mi trabajo, me lo dejó bien claro, y estaba perdiendo el tiempo como si nada, como si a él no le costara ganar el dinero para que yo me los gastara en una cafetería haciendo el vago. ¿Cómo le irá a Lidia en Barcelona?, el ingeniero ese parecía buena persona. A lo mejor es como Ramón y no la pega. ¡Ojalá!, porque es la mejor amiga que he tenido, aunque haga tantos años que no la veo.
- La verdad, y perdóname otra vez Dios mío – rogó mientras hacía un esfuerzo que le costaba demasiado para escurrir la fregona -, es que no te has esmerao mucho con algunas personas. Sí, ya sé lo que me decían las monjas del colegio, que Tú lo habías puesto todo en el mundo para que escogiéramos, lo que no nos dijeron es que a muchos no nos está permitido escoger, como en mi caso, por ejemplo, siempre es Ramón el que decide. Ya sé que estarás pensando, que con una persona como yo, es mejor así. Y esta última semana me lo ha demostrado.
No pudo evitar que un intenso rubor cubriera sus mejillas secando las lágrimas que habían vuelto a caer como si en sus ojos se hubiera desatado una tormenta que no terminaba de amainar.
- Lleva quince días sin hablarme, y ahora lo comprendo. Me comporté como una cualquiera. ¡Pero al principio sólo era curiosidad!, yo quería saber qué sentía cuando se derrumbaba sobre mí, sudoroso y agitado, ¡vamos, que hasta parece que le dan calambres! Me miró con esa cara que, a veces me da miedo, y me dijo que a cuento de qué tenía que hacer ciertas preguntas, que preguntar eso era cosa de las mujerzuelas. Yo apenas tenía voz, pero me atreví a decirle, y ¡válgame Dios que no sé de donde saqué la idea para soltar esa impertinencia!, que yo nunca había sentido esas cosas en los diez o quince minutos que estaba encima de mí. Y claro, me contestó lo que me merecía, que si no había sentido dentro de mí a los dos hijos que le había dado; yo le dije que sí, así que me contestó que eso es lo único que una mujer decente tenía que sentir de su marido. Y seguro que lleva razón, ¡Que vergüenza me da recordarlo!
- Yo había leído otras cosas. Me gustan esas novelas románticas que te hablan de esas mujeres inteligentes, independientes y con carácter, que encuentran a esos hombres que las quieren tanto y que hacen..., bueno que hacen esas cosas con ellas. Al principio, la verdad, es que me daba un poco de vergüenza leerlas, aunque siempre lo hacía sola, pero después..., después empezó a gustarme leerlas y soñar que yo era una de esas mujeres que al final me enamoraba de un hombre rico que se desvivía por mí. ¡Que tontería!, eso sólo pasa en las novelas, como en los tebeos que leía Raulín que hablaban de los habitantes de Marte y de Saturno. Lo peor fue cuando Ramón encontró el sitio donde las tenía escondidas y empezó a leer algo de ellas. ¡Dios mío que vergüenza pasé!, y que humillación cuando me dijo que era una cualquiera que leía cosas guarras en vez de dedicarme a coser y a bordar como hacía antes. Se las llevó y no ha vuelto a dirigirme la palabra.
- Estoy cansada. Cansada de haber nacido tonta, guarra y hasta vaga. No merezco el marido que tengo porque nuca me ha puesto la mano encima. No sé de qué me quejo si toda la culpa es mía.
Suspiró mirando el parqué impoluto que cubría el suelo del salón.
- Hoy no he pasado la aspiradora y a lo mejor se da cuenta, y sólo faltaba eso tal y como están las cosas..., pero es que ¡estoy tan cansada! No –se reprendió a sí misma -. Tengo que hacerlo si consigo ver el enchufe con estas malditas lágrimas.
Se agachó y enchufó la aspiradora sintiendo que, el suelo, era el único lugar que merecía una persona como ella, y pensó que quizá no le estaba haciendo ningún favor a nadie con la lacra de su presencia.
Se levantó despacio, ya casi no veía, la tormenta de sus ojos estaba en pleno apogeo, quizás por eso no vio que el cable de la aspiradora estaba enredándose en sus pies, y cuando fue a tirar de ella, cayó al suelo de bruces.
Levantó lentamente la cabeza y pudo entrever, entre tanto dolor como anegaba sus ojos, que la ventana de la terraza estaba tentadoramente abierta.
El portazo resonó en toda la casa llevándose con él cualquier sonido que pudiera acompañarla. Se sentó despacio para desayunar en la mesa de la cocina, mientras miraba con desánimo el desastre que la rodeaba. Cogió con desgana un bizcocho, de la caja que Raulín se había dejado abierta, pero volvió a dejarlo en su sitio, doblando la bolsa que los contenía, y cerrando después cuidadosamente la caja. Sabía que aquel iba a ser un mal día, uno de esos días en los que parecía que, hasta respirar, le costaba un esfuerzo supremo que se sentía incapaz de hacer. Uno de esos días en los que se enfrentaba a verdad de su vida y se daba cuenta de la inutilidad de seguir levantándose cada mañana. Uno de esos días que cada vez se presentaban con más frecuencia y en los que, sin entender siquiera el por qué, se encontraba cada vez más a gusto.
Dio un largo suspiro y comenzó a beber, lentamente, el vaso de café con leche que se había preparado y que ya se había quedado frío. Raulín dependía tanto de ella..., parecía mentira que fuera a cumplir veintidós años y que aún tuviera que prepararle las cosas que tenía que llevar a la facultad.
- No – se dijo a sí misma -, no debería quejarme, ¿no son esos mis deberes?
Se levantó lentamente y tiró el medio vaso de café que le quedaba en la pila de la cocina. Suspiró de nuevo y se dispuso a realizar su trabajo, esa rutina tan cotidiana que podía hacer con los ojos cerrados después de llevar casi treinta años haciéndola a diario.
Paseó despacio por la casa abriendo, a su paso, todas las ventanas. Cuando llegó, por último, al salón, se sentó en el sofá sintiéndose de pronto muy cansada y hasta algo mareada.
- Debe ser la tensión, no tenía que haberme bebido el café. ¡Mira que Ramón siempre me lo está diciendo! Y quizá, en el fondo, lleve razón, tal vez lo hago porque soy una vaga que no quiere hacer el trabajo que le corresponde, pero es que el cacao esta tan empalagoso..., y yo, ahora estoy siempre tan cansada..., y el café me reanima, ¡vamos que si me reanima!, ¡anda que no me lo noto yo! Pero este mareillo...
De pronto miró el reloj del salón que desgranaba sus campanadas como si de una sentencia se tratase.
- ¡Dios mío!, pero, ¿es que me he quedao dormida? No quiero ni pensar si Ramón llegase en este momento porque se hubiera puesto malo o cualquier cosa.
Se levantó de mala gana intentado imprimir en sus movimientos una mayor rapidez; esa que había tenido cuando Mamen y Raulín eran un par de mocosos que le daban la lata todas las mañanas desde las siete que se levantaban.
- ¡Cómo corría entonces!, era capaz de hacerlo todo.
Unas lágrimas silenciosas se deslizaban por sus mejillas, unas lágrimas de autocompasión que enjugaban las sábanas que estaba estirando sobre ese colchón que de tantos silencios había sido testigo.
- ¡Entonces sí que Ramón parecía contento! Nunca ha sido juguetón con sus hijos, la verdad, pero le encantaba llegar a casa y encontrarlos limpios y bien peinados; la casa, limpia como los chorros del oro, y una buena comida en la mesa. ¡Y que bien lo hacía yo todo!, tanto, que el domingo podía bajar con Ramón a tomar el vermú. ¡Anda que no me gustaba a mí eso! Iba cogida de su brazo con la cabeza bien alta. Porque Ramón siempre ha sido muy bien parecido, esa es la verdad; y el domingo, cuando se arreglaba, salía a la calle como un brazo de mar. ¡Ah!, no sé por qué tengo que acordarme de eso ahora, si hace ya más de veinte años que no salgo de casa si no es para ir al super, al mercao o cuando tengo que ir a comprarles algo de ropa, claro. Luego dice que estoy gorda y siempre desaliñada, pero, ¿qué le importa al carnicero si se me notan las canas o no? ¡Qué pena!, mira en lo que se nos quedan los sueños a algunas personas.
- Mi sueño era ser una de esas secretarias que tienen las uñas largas y bien pintadas, y llevar todo el día el pelo bien arreglaó – continuó diciéndose a sí misma mientras pasaba el cepillo por el suelo, se sentía muy cansada para pasar la aspiradora -, y mira en lo que me he quedao. Claro, que si lo pienso bien, en el fondo Ramón me hizo un favor cuando nos hicimos novios y me convenció de que no me apuntara a la escuela de secretariado porque yo no daba para tanto, y que lo que tenía que hacer era aprender a guisar bien y a llevar una casa, que con eso ya tenía bastante. Y es verdad, ¿en qué pensaba meterme yo, si ahora tengo que ir a mata caballo para que me dé tiempo a tener todo listo para cuando llega a comer a casa? El sí que es listo, como Mamen. A Mamen sí que se le nota, cuando quiso convencerla, como a mí, de que no estudiara la carrera, cogió un trabajo, se fue y la estudió. ¡Que orgullosa estoy de ella!, pero que pena me da no haber tenido yo ese empuje, claro, que para eso hace falta inteligencia, y yo..., bueno, ya lo dijo Ramón un día, que el Toby entendía las cosas mejor que yo, y él sabe de esas cosas, si no a ver como iba a llevar desde los dieciséis años en esa empresa tan buena.
- Por cierto – pasaba el paño por la superficie de la mesa del salón en la que podía reflejarse, aunque evitó mirarse -,no sé cuanto hace que no hablo con Mamen, a ver si me llama un día de estos porque no sé nada de ella, y como ahora a Ramón le da por ver los números a los que llamamos... Antes, por lo menos, tenía ese desahogo, podía hablar con mi hija cuando quería, porque si para él se ha muerto, para mí desde luego no ¿qué hijo va a estar muerto en vida para una madre? A lo mejor está enfadada por no haberme ido a vivir con ella como quería, pero yo sé que mi sitio está al lado de Ramón, es mi marido para lo bueno y para lo malo y además, está Raulín y tengo que atenderle, aunque Mamen piense que ya tiene edad para ir haciéndose el sólo sus cosas y que, a este paso, va a convertirse en un inútil como su padre. ¡Esta Mamen!, no es que me guste que diga esas cosas de Ramón porque al fin y al cabo es su padre, pero yo sé que mi Mamen va a llegar lejos, anda que no sabe bien lo que dice. No, ella desde luego no tiene pelos en la lengua. No como yo, que ya he llegao todo lo lejos que podía llegar porque no valgo para otra cosa. Y encima tengo que estar agradecida porque Ramón todavía sigue conmigo.
Su rostro se ensombreció por los recuerdos mientras se empapaba del olor del limpiador del baño que la mareaba y le daba una excusa para derramar de nuevo unas lágrimas amargas.
- No sé que mosca me ha picado hoy, ¿por qué tengo que recordar tanta y tanta humillación?, porque, ¡que Dios me perdone!, pero creo que debería estar más atento y no traer personas al mundo con tan poca capacidad para tener que estar toda la vida dependiendo de un marido que no sabes si todavía te tiene algo de cariño..., o te desprecia con disimulo. Aunque tengo que reconocer que tengo suerte, al fin y al cabo, Ramón sólo me recuerda mis defectos y nada más, porque había que ver como llevaba el ojo la Carmen el otro día, que a mí no me la pega, tenía toda la cara hinchada y el ojo a la funerala, y por mucho maquillaje que quiso poner..., a ver si se piensa que soy tan tonta como para creerme que se cae una o dos veces por semana, porque cuando coincidimos en el mercao con buen paso que va andando, y bien segura está de donde pone los pies, ¡cómo si yo no me diera cuenta!
- No sé. Antes, por lo menos tenía a Lidia, que aunque siempre se empeñaba en decir que yo no era tan tonta como Ramón decía, yo simulaba creérmelo y al menos era un poco feliz durante ese ratito que duraba el café. Claro que aquel día que Ramón se presentó en la cafetería a las once de la mañana con esa fiebre y tuvo que ir a buscarme, se acabaron los cafés. Y llevaba razón, él cuando está trabajando, trabaja. Este es mi trabajo, me lo dejó bien claro, y estaba perdiendo el tiempo como si nada, como si a él no le costara ganar el dinero para que yo me los gastara en una cafetería haciendo el vago. ¿Cómo le irá a Lidia en Barcelona?, el ingeniero ese parecía buena persona. A lo mejor es como Ramón y no la pega. ¡Ojalá!, porque es la mejor amiga que he tenido, aunque haga tantos años que no la veo.
- La verdad, y perdóname otra vez Dios mío – rogó mientras hacía un esfuerzo que le costaba demasiado para escurrir la fregona -, es que no te has esmerao mucho con algunas personas. Sí, ya sé lo que me decían las monjas del colegio, que Tú lo habías puesto todo en el mundo para que escogiéramos, lo que no nos dijeron es que a muchos no nos está permitido escoger, como en mi caso, por ejemplo, siempre es Ramón el que decide. Ya sé que estarás pensando, que con una persona como yo, es mejor así. Y esta última semana me lo ha demostrado.
No pudo evitar que un intenso rubor cubriera sus mejillas secando las lágrimas que habían vuelto a caer como si en sus ojos se hubiera desatado una tormenta que no terminaba de amainar.
- Lleva quince días sin hablarme, y ahora lo comprendo. Me comporté como una cualquiera. ¡Pero al principio sólo era curiosidad!, yo quería saber qué sentía cuando se derrumbaba sobre mí, sudoroso y agitado, ¡vamos, que hasta parece que le dan calambres! Me miró con esa cara que, a veces me da miedo, y me dijo que a cuento de qué tenía que hacer ciertas preguntas, que preguntar eso era cosa de las mujerzuelas. Yo apenas tenía voz, pero me atreví a decirle, y ¡válgame Dios que no sé de donde saqué la idea para soltar esa impertinencia!, que yo nunca había sentido esas cosas en los diez o quince minutos que estaba encima de mí. Y claro, me contestó lo que me merecía, que si no había sentido dentro de mí a los dos hijos que le había dado; yo le dije que sí, así que me contestó que eso es lo único que una mujer decente tenía que sentir de su marido. Y seguro que lleva razón, ¡Que vergüenza me da recordarlo!
- Yo había leído otras cosas. Me gustan esas novelas románticas que te hablan de esas mujeres inteligentes, independientes y con carácter, que encuentran a esos hombres que las quieren tanto y que hacen..., bueno que hacen esas cosas con ellas. Al principio, la verdad, es que me daba un poco de vergüenza leerlas, aunque siempre lo hacía sola, pero después..., después empezó a gustarme leerlas y soñar que yo era una de esas mujeres que al final me enamoraba de un hombre rico que se desvivía por mí. ¡Que tontería!, eso sólo pasa en las novelas, como en los tebeos que leía Raulín que hablaban de los habitantes de Marte y de Saturno. Lo peor fue cuando Ramón encontró el sitio donde las tenía escondidas y empezó a leer algo de ellas. ¡Dios mío que vergüenza pasé!, y que humillación cuando me dijo que era una cualquiera que leía cosas guarras en vez de dedicarme a coser y a bordar como hacía antes. Se las llevó y no ha vuelto a dirigirme la palabra.
- Estoy cansada. Cansada de haber nacido tonta, guarra y hasta vaga. No merezco el marido que tengo porque nuca me ha puesto la mano encima. No sé de qué me quejo si toda la culpa es mía.
Suspiró mirando el parqué impoluto que cubría el suelo del salón.
- Hoy no he pasado la aspiradora y a lo mejor se da cuenta, y sólo faltaba eso tal y como están las cosas..., pero es que ¡estoy tan cansada! No –se reprendió a sí misma -. Tengo que hacerlo si consigo ver el enchufe con estas malditas lágrimas.
Se agachó y enchufó la aspiradora sintiendo que, el suelo, era el único lugar que merecía una persona como ella, y pensó que quizá no le estaba haciendo ningún favor a nadie con la lacra de su presencia.
Se levantó despacio, ya casi no veía, la tormenta de sus ojos estaba en pleno apogeo, quizás por eso no vio que el cable de la aspiradora estaba enredándose en sus pies, y cuando fue a tirar de ella, cayó al suelo de bruces.
Levantó lentamente la cabeza y pudo entrever, entre tanto dolor como anegaba sus ojos, que la ventana de la terraza estaba tentadoramente abierta.
miércoles, 11 de marzo de 2009
Las Reglas Del Juego
LAS REGLAS DEL JUEGO
Tina notaba la frente perlada de sudor, mientras su cuerpo se balanceaba, indolente, en la hamaca que Miles había colgado de la barandilla de la terraza.
No necesitaba pensar pero, aunque era incapaz de dejar de hacerlo, esa noche no hubiese podido; el calor de julio derretía cualquier posibilidad de planear nada. Creía que no existía en la tierra ningún lugar tan caluroso como el apartamento de Miles; un décimo piso en la 132 oeste, entre el boulevard Adam Clayton y la avenida Saint Nicholas; en el centro de ese floreciente Harlem de mil novecientos cuarenta y siete.
Tina seguía balanceando su cuerpo al ritmo del cadencioso silencio de una noche como tantas otras, como demasiadas otras. Su rostro de azabache, no sólo mostraba esa ida del tiempo a ninguna parte sino que también mostraba su regreso; y ella, entre viaje y viaje, había ido perdiendo el aliento que un día le prestó lozanía a su piel y brillo a las apagadas antorchas de sus ojos.
En ese momento, envuelta en esa neblina en la que a veces se convertían los recuerdos, fue consciente de cada una de las gotas de sudor que se arrastraban por una piel suplicante de ternura. Su respiración, antes tranquila, se tornó algo agitada mientras su corazón, de la misma forma que su piel, reclamaba la atención de Miles.
Quiso tenerlo a su lado con el mismo anhelo que, un día ya lejano, quiso de la vida cosas que hubiese sido mejor no tener nunca. Sus labios se despegaron lentamente, humedeció el calor acumulado en ellos con la punta lánguida de su lengua y su garganta quiso cobrar vida.
La noche se llenó, súbitamente, con las notas perezosas de un saxo que cantaba Dios sabría que infortunios. Y su voz murió sin siquiera haber nacido, en el seno de su muda, y ya tan cotidiana, insatisfacción.
Hacía ya años, no sabía cuantos, que había conocido a un Miles, joven y arrogante, sediento del ardor del triunfo, que ella había ayudado a conseguir, y sin tiempo para dejar en la vida otra impronta que no fuera el tesón de su talento. Tina era entonces una polilla que, como tantas otras, revoloteaban en la noche alrededor de las farolas, haciendo más amena la vida de muchos de los que lidiaban por salir adelante en medio de una depresión que mantenía al país saltando sobre las ascuas, aún ardientes, de su fracaso más reciente. Miles la vio y la llevó con él; no la dejó nunca.
A partir de ese día, Tina no volvió a sentir junto a su rostro, prematuramente desgastado, un aliento con el regusto amargo del alcohol ni a ver en su piel, por la mañana, las huellas de un recuerdo que, algunas veces, había empapado su boca del sabor metálico del miedo. De nada carecía y, sin embargo, todo le faltaba. Sólo una regla en este juego, dijo él. Ella sólo dijo sí.
Apenas había amanecido, apenas fue consciente de su nueva condición, cuando vio esa regla, rota en mil pedazos, salpicando el blanco de unas sábanas arrugadas, demasiado sabias aunque por siempre mudas.
Se levantó de la hamaca con la misma pereza con la que había vivido desde entonces. Nada le dijo a Miles que acariciaba con su aliento al gran amor de su vida, ese brillante instrumento que sabía de él, que sabía también de ella, más que ellos mismo. Abrió la puerta con sigilo aunque sabía que no importaba el ruido que hiciera; Miles no estaba, en ese momento, en el mismo mundo que habitaba el resto de los mortales. Bajó, uno a uno, los escalones que comunicaban con el piso de abajo. Se adentró en el largo pasillo sin encender la luz, con los ojos cerrados para que no escapasen de la cárcel de sus párpados cerrados, esas imágenes que siempre la acompañaban: Miles, riendo; Miles, tocando ante un público sudoroso y entregado; Miles, gozando sobre ella… Sintió un estremecimiento involuntario de deseo cuando ya casi había llegado a su destino.
Dos golpes sordos en la madera bien lustrada de la puerta.
-Sí –dijo alguien al otro lado.
-Abre, soy yo.
Y con los ojos bien cerrados, viendo ese rostro que tanto amaba, traspasó lentamente la puerta.
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