miércoles, 11 de marzo de 2009

Las Reglas Del Juego



LAS REGLAS DEL JUEGO


Tina notaba la frente perlada de sudor, mientras su cuerpo se balanceaba, indolente, en la hamaca que Miles había colgado de la barandilla de la terraza.
No necesitaba pensar pero, aunque era incapaz de dejar de hacerlo, esa noche no hubiese podido; el calor de julio derretía cualquier posibilidad de planear nada. Creía que no existía en la tierra ningún lugar tan caluroso como el apartamento de Miles; un décimo piso en la 132 oeste, entre el boulevard Adam Clayton y la avenida Saint Nicholas; en el centro de ese floreciente Harlem de mil novecientos cuarenta y siete.
Tina seguía balanceando su cuerpo al ritmo del cadencioso silencio de una noche como tantas otras, como demasiadas otras. Su rostro de azabache, no sólo mostraba esa ida del tiempo a ninguna parte sino que también mostraba su regreso; y ella, entre viaje y viaje, había ido perdiendo el aliento que un día le prestó lozanía a su piel y brillo a las apagadas antorchas de sus ojos.
En ese momento, envuelta en esa neblina en la que a veces se convertían los recuerdos, fue consciente de cada una de las gotas de sudor que se arrastraban por una piel suplicante de ternura. Su respiración, antes tranquila, se tornó algo agitada mientras su corazón, de la misma forma que su piel, reclamaba la atención de Miles.
Quiso tenerlo a su lado con el mismo anhelo que, un día ya lejano, quiso de la vida cosas que hubiese sido mejor no tener nunca. Sus labios se despegaron lentamente, humedeció el calor acumulado en ellos con la punta lánguida de su lengua y su garganta quiso cobrar vida.
La noche se llenó, súbitamente, con las notas perezosas de un saxo que cantaba Dios sabría que infortunios. Y su voz murió sin siquiera haber nacido, en el seno de su muda, y ya tan cotidiana, insatisfacción.
Hacía ya años, no sabía cuantos, que había conocido a un Miles, joven y arrogante, sediento del ardor del triunfo, que ella había ayudado a conseguir, y sin tiempo para dejar en la vida otra impronta que no fuera el tesón de su talento. Tina era entonces una polilla que, como tantas otras, revoloteaban en la noche alrededor de las farolas, haciendo más amena la vida de muchos de los que lidiaban por salir adelante en medio de una depresión que mantenía al país saltando sobre las ascuas, aún ardientes, de su fracaso más reciente. Miles la vio y la llevó con él; no la dejó nunca.
A partir de ese día, Tina no volvió a sentir junto a su rostro, prematuramente desgastado, un aliento con el regusto amargo del alcohol ni a ver en su piel, por la mañana, las huellas de un recuerdo que, algunas veces, había empapado su boca del sabor metálico del miedo. De nada carecía y, sin embargo, todo le faltaba. Sólo una regla en este juego, dijo él. Ella sólo dijo sí.
Apenas había amanecido, apenas fue consciente de su nueva condición, cuando vio esa regla, rota en mil pedazos, salpicando el blanco de unas sábanas arrugadas, demasiado sabias aunque por siempre mudas.
Se levantó de la hamaca con la misma pereza con la que había vivido desde entonces. Nada le dijo a Miles que acariciaba con su aliento al gran amor de su vida, ese brillante instrumento que sabía de él, que sabía también de ella, más que ellos mismo. Abrió la puerta con sigilo aunque sabía que no importaba el ruido que hiciera; Miles no estaba, en ese momento, en el mismo mundo que habitaba el resto de los mortales. Bajó, uno a uno, los escalones que comunicaban con el piso de abajo. Se adentró en el largo pasillo sin encender la luz, con los ojos cerrados para que no escapasen de la cárcel de sus párpados cerrados, esas imágenes que siempre la acompañaban: Miles, riendo; Miles, tocando ante un público sudoroso y entregado; Miles, gozando sobre ella… Sintió un estremecimiento involuntario de deseo cuando ya casi había llegado a su destino.
Dos golpes sordos en la madera bien lustrada de la puerta.
-Sí –dijo alguien al otro lado.
-Abre, soy yo.
Y con los ojos bien cerrados, viendo ese rostro que tanto amaba, traspasó lentamente la puerta.

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